En esta ocasión la entrada no abordara algún artículo publicado en la revista Caballero; como una agradable excepción publicaremos un cuento corto proporcionado por el fundador de la misma, James R. Fortson. Los dejamos con el siguiente cuento y que tengan una excelente semana.
Bruno había perdido la vista en un descomunal
accidente de tráfico al volcarse el autobús en el que se transportaba, cuando apenas contaba con once años de edad y volvía de la escuela. |
“GRITOS Y SUSURROS”
Por:
James R. Fortson
“¿CÓMO ES QUE SUCEDE que un hombre,
abruptamente y sin más, se evoque, se invoque y se asuma enamorado de otros
seres de su misma especie y género… si bien de tiempos muy distintos, aunque todos
inmortales, los tres?”, se preguntó Bruno, al tiempo que intentaba comenzar a
comprender dónde era que se hallaba y cuáles habían sido los acontecimientos
que lo tenían colocado en semejante situación de un azoro, tan verdadero como abrumador… “Bah, pues conociéndolos
en el Amor puro, al grado extremo de
habérselos metido en la mismísima médula!”, se respondió a sí mismo,
comprendiendo, mejor que nunca, la inexistencia real del tiempo y el espacio…
en la dimensión más profunda; en la iluminación.
El
joven había nacido un 25 de julio, día consagrado a la memoria del apóstol
Santiago, hermano de Jesús y de Juan, a quien él había adoptado, con singular
devoción, como su protector, amigo e leal intermediario espiritual y sagrado,
luego de leer y releer un sinnúmero de veces, en Braille, su Epístola, en la
Biblia.
Bruno había perdido la vista en un
descomunal accidente de tráfico al volcarse el autobús en el que se
transportaba, cuando apenas contaba con once años de edad y volvía de la
escuela.
Y
ocurrió que un cierto día, mucho tiempo después, siendo él ya un joven
autosuficiente, salió temprano de su casa –en el centro de la gran ciudad- con
rumbo a la panadería, para llevar a su familia lo que aún faltaba para el
desayuno, a pesar del pavor inherente a una vida en las tinieblas, que él
asumía irreversible y cuya aceptación estaba sustentada en la sabiduría
percibida con convicción y fe, inagotables, bajo la influencia constante de sus
tres padres espirituales; sus ídolos personales que eran su inspiración y su
fuente vital de fortaleza y esperanza.
Así, más
que acostumbrado a moverse libremente con su bastón blanco, en medio del
respeto de la gente… -o, al menos, de la consideración que su condición de
invidente merecía- ese muchacho de entonces diecinueve años circulaba con gran tranquilidad
por donde quiera que caminaba. Él pensaba que todos los noticieros radiales
exageraban cuando hablaban de los índices inaceptables de criminalidad y
violencia citadinas, provocadas en mucho por el narcotráfico y por el
irresponsable y agraviante consumo de drogas entre la juventud… “Amarillismo”, pensaba él.
Ya en el
expendio, esperando la bolsa con el pan, comenzó a oír que en la calle se
producían muchos alaridos y ruidos extraños. Incluso escuchó el gran escándalo
que provocaba el pulular de las sirenas de las patrullas policiales... afrontadas
por imprecaciones iracundas, multitudinarias y siempre anónimas: “Pinches
tiras”… “Hijos de la chingada”... “Cabrones putos”... “Miserables”... “Policías
de mierda”... “Nacos ojetes”.
Atemorizado,
el muchacho preguntó en voz alta: “¿Qué
es lo que está sucediendo aquí?”, mientras la gente comenzaba a correr –él
supuso que hacia la puerta-, despojándolo a empellones de su bastón y tirándole al piso sus anteojos negros. A sabiendas de que lo sacaban de allí en
vilo volvió a preguntar, aunque ahora a gritos: “¿Qué está sucediendo aquí?... ¡Auxilio, por favor!... ¡Soy ciego!”...
Y algo alcanzó a oír en relación con una revuelta estudiantil. Luego vinieron
los garrotazos, los golpes, más gritos y después el caos. Una confusión total.
Él sabía bien que ya se encontraba en la calle y que estaba tendido en el piso
en medio de la chusma, pero apenas distinguía la garrota oficial de las patadas que esos
estudiantes tan desquiciados e iracundos
le suministraban indiscriminadamente al vientre, los testículos, la cara
y la cabeza. Quiso gritar una vez más, pero un golpe seco en la nuca le hizo
perder la conciencia.
Luego
de la reyerta lo ingresaron al hospital en estado comatoso; y así permaneció
durante ciento treinta y ocho días. Los médicos, en rigor, lo habían
desahuciado; y sus familiares -pobres todos- no sabían qué hacer...más allá de esperar
y orar con fe y esperanza.
De repente, el joven Bruno, figurándose
muerto cuando recién comenzaba a reanimarse, comenzó a musitar, apenas
audiblemente: La Lacrimosa, del Réquiem del genio austríaco…
En sus años de oscuridad y gracias a un tío melómano, conocedor de la
teoría del llamado “efecto Mozart”, como una muy eficiente músico-terapia, por
su perfección matemática y armónica, el chico había tenido acceso a una buena
colección de discos… Pero también estuvo presente en su formación musical la
estación de radio ya entonces conocida como XELA; por eso lo había convertido
en uno de sus ídolos venerables… Tanto que pensaba que Dios jamás había elegido
a mejores hijos como mensajeros para tan profundamente conmover los corazones
de los hombres con Su Amor...
Ese
muchacho roto había incluso aprendido, por Amor, a tocar razonablemente bien el
piano, a la vez que escuchado muchas de las más de seiscientas obras de Juan
Crisóstomo Wolfgang Teófilo, aquel ser maravilloso y precoz -en su vida y en su
muerte-, y fue la portentosa música de aquel prodigio-genio lo que había
edificado el mayor de sus placeres terrenales...al igual que los maravillosos textos de Shakespeare, el retratista
interpretativo… Un iluminado, privilegiado del destino más generoso posible…
Inefable en su grandeza; imperecedero, único y certero. Absoluto narrador de la
verdadera naturaleza esencial, íntima y profunda del ser humano –y de Dios- en
su cabalidad más intensa… Sus palabras, inundadas de sabiduría y de una
perspicaz y aguda comprensión de las
pasiones humanas –de sus miedos, de sus fantasmas, de sus desmedidas ambiciones
de poder, de riqueza, de fama y de amor; de sus demonios, de sus ilusiones, de
sus fantasías y de sus sueños, expresados tantas veces en sus asombrosos
sonetos de amor, de un calibre poético brillantemente superior, y también en
sus tragedias y dramas sin paralelo… Will, ese inglés iluminado a quien el
pariente culto de Bruno le había introducido, leyéndoselo tantas veces con
amor, paciencia y verdadera devoción solidaria y amorosa, permitiéndole
comprender, para siempre, el sentido profundo de la cuestión esencial del “Hamlet”…
¡para luego decidir ser!.
Poco antes de aquella terrible experiencia
que lo “asesinó” durante todo ese tiempo, el jovencito invidente –como por
premonición, videncia o intuición puras—había manifestado, por escrito y de
cara a su progenitora, el pariente más querido, su última voluntad diciendo: “Me fascinaría saber desde hoy mismo que, cuando yo muera, en mi funeral se
tocará precisamente ese Réquiem, para salir de esta vida con el
corazón colmado de felicidad y amor perpetuos... Éste es mi último y único deseo”.
…De
improviso, cuando una enfermera percibió que algo extraño ocurría con ese
fantasma de paciente, llamó de inmediato al médico de guardia. Los galenos
hicieron lo que tenían que hacer, sólo para decretar que ese pobre muchacho
había –de manera científicamente inexplicable—recuperado con plenitud la
conciencia y el sentido de la vista.
Así fue que un día ese hombre elegido le
confió a su propia madre que, instantes después de que a él llegara la música
celestial del Confutatis, había
escuchado unos dulcísimos, milagrosos susurros, emitidos por una voz muy
singular, muy diferente... como llegando del más allá. La palabra sabia, tersa,
serena, amorosa y, para él, totalmente confiable -la de Santiago, su protector
y amigo- que le había musitado al oído: “Nunca
lo olvides, hermano… Absolutamente todo ocurre de manera perfecta, en
el momento perfecto... aunque a ustedes, los humanos aún
encarnados, les tome tanto tiempo el darse cuenta cabal de esta Ley inexorable”…
para luego “despertar”.
Poe ello hoy, inimaginadamente, a Bruno le
resulta más que claro, en su contundencia, que sólo se puede realmente vivir el
eterno hoy, el aquí y ahora, ya que…
¡El futuro nos preexiste y luego sucede,
como si nada!
( “… Vosotros que no sabéis qué será de
vuestra vida el día de mañana… ¡Sois sólo vapor que aparece un momento y
después desaparece!”).
(F I N)
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