21 may 2013

Cuento Corto. Gritos y susurros por James R. Fortson.


En esta ocasión la entrada no abordara algún artículo publicado en la revista Caballero; como una agradable excepción publicaremos un cuento corto proporcionado por el fundador de la misma, James R. Fortson. Los dejamos con el siguiente cuento y que tengan una excelente semana.


Bruno había perdido la vista en un descomunal accidente de tráfico al volcarse
el autobús en el que se transportaba, cuando apenas contaba con once años
de edad y volvía de la escuela.


“GRITOS Y SUSURROS”

                                                                                           Por:
James R. Fortson
                                                                                                                               “¿CÓMO ES QUE SUCEDE que un hombre, abruptamente y sin más, se evoque, se invoque y se asuma enamorado de otros seres de su misma especie y género… si bien de tiempos muy distintos, aunque todos inmortales, los tres?”, se preguntó Bruno, al tiempo que intentaba comenzar a comprender dónde era que se hallaba y cuáles habían sido los acontecimientos que lo tenían colocado en semejante situación de un azoro, tan verdadero como   abrumador… “Bah, pues conociéndolos en el Amor puro, al grado extremo de habérselos metido en la mismísima médula!”, se respondió a sí mismo, comprendiendo, mejor que nunca, la inexistencia real del tiempo y el espacio… en la dimensión más profunda; en la iluminación.

     El joven había nacido un 25 de julio, día consagrado a la memoria del apóstol Santiago, hermano de Jesús y de Juan, a quien él había adoptado, con singular devoción, como su protector, amigo e leal intermediario espiritual y sagrado, luego de leer y releer un sinnúmero de veces, en Braille, su Epístola, en la Biblia.

    Bruno había perdido la vista en un descomunal accidente de tráfico al volcarse el autobús en el que se transportaba, cuando apenas contaba con once años de edad y volvía de la escuela.

    Y ocurrió que un cierto día, mucho tiempo después, siendo él ya un joven autosuficiente, salió temprano de su casa –en el centro de la gran ciudad- con rumbo a la panadería, para llevar a su familia lo que aún faltaba para el desayuno, a pesar del pavor inherente a una vida en las tinieblas, que él asumía irreversible y cuya aceptación estaba sustentada en la sabiduría percibida con convicción y fe, inagotables, bajo la influencia constante de sus tres padres espirituales; sus ídolos personales que eran su inspiración y su fuente vital de fortaleza y esperanza.

   Así, más que acostumbrado a moverse libremente con su bastón blanco, en medio del respeto de la gente… -o, al menos, de la consideración que su condición de invidente merecía- ese muchacho de entonces diecinueve años circulaba con gran tranquilidad por donde quiera que caminaba. Él pensaba que todos los noticieros radiales exageraban cuando hablaban de los índices inaceptables de criminalidad y violencia citadinas, provocadas en mucho por el narcotráfico y por el irresponsable y agraviante consumo de drogas entre la juventud… “Amarillismo”, pensaba él. 

    Ya en el expendio, esperando la bolsa con el pan, comenzó a oír que en la calle se producían muchos alaridos y ruidos extraños. Incluso escuchó el gran escándalo que provocaba el pulular de las sirenas de las patrullas policiales... afrontadas por imprecaciones iracundas, multitudinarias y siempre anónimas: “Pinches tiras”… “Hijos de la chingada”... “Cabrones putos”... “Miserables”... “Policías de mierda”... “Nacos ojetes”.

    Atemorizado, el muchacho preguntó en voz alta: “¿Qué es lo que está sucediendo aquí?”, mientras la gente comenzaba a correr –él supuso que hacia la puerta-, despojándolo a empellones de su bastón  y tirándole al piso sus anteojos negros.   A sabiendas de que lo sacaban de allí en vilo volvió a preguntar, aunque ahora a gritos: “¿Qué está sucediendo aquí?... ¡Auxilio, por favor!... ¡Soy ciego!”... Y algo alcanzó a oír en relación con una revuelta estudiantil. Luego vinieron los garrotazos, los golpes, más gritos y después el caos. Una confusión total. Él sabía bien que ya se encontraba en la calle y que estaba tendido en el piso en medio de la chusma, pero apenas distinguía la  garrota oficial de las patadas que esos estudiantes tan desquiciados e iracundos  le suministraban indiscriminadamente al vientre, los testículos, la cara y la cabeza. Quiso gritar una vez más, pero un golpe seco en la nuca le hizo perder la conciencia.    

     Luego de la reyerta lo ingresaron al hospital en estado comatoso; y así permaneció durante ciento treinta y ocho días. Los médicos, en rigor, lo habían desahuciado; y sus familiares -pobres todos- no sabían qué hacer...más allá de esperar y orar con fe y esperanza.

    De repente, el joven Bruno, figurándose muerto cuando recién comenzaba a reanimarse, comenzó a musitar, apenas audiblemente: La Lacrimosa, del Réquiem del genio austríaco… 

    En sus años de oscuridad y gracias a un tío melómano, conocedor de la teoría del llamado “efecto Mozart”, como una muy eficiente músico-terapia, por su perfección matemática y armónica, el chico había tenido acceso a una buena colección de discos… Pero también estuvo presente en su formación musical la estación de radio ya entonces conocida como XELA; por eso lo había convertido en uno de sus ídolos venerables… Tanto que pensaba que Dios jamás había elegido a mejores hijos como mensajeros para tan profundamente conmover los corazones de los hombres con  Su Amor...

    Ese muchacho roto había incluso aprendido, por Amor, a tocar razonablemente bien el piano, a la vez que escuchado muchas de las más de seiscientas obras de Juan Crisóstomo Wolfgang Teófilo, aquel ser maravilloso y precoz -en su vida y en su muerte-, y fue la portentosa música de aquel prodigio-genio lo que había edificado el mayor de sus placeres terrenales...al igual que los maravillosos textos de Shakespeare, el retratista interpretativo… Un iluminado, privilegiado del destino más generoso posible… Inefable en su grandeza; imperecedero, único y certero. Absoluto narrador de la verdadera naturaleza esencial, íntima y profunda del ser humano –y de Dios- en su cabalidad más intensa… Sus palabras, inundadas de sabiduría y de una perspicaz y aguda comprensión  de las pasiones humanas –de sus miedos, de sus fantasmas, de sus desmedidas ambiciones de poder, de riqueza, de fama y de amor; de sus demonios, de sus ilusiones, de sus fantasías y de sus sueños, expresados tantas veces en sus asombrosos sonetos de amor, de un calibre poético brillantemente superior, y también en sus tragedias y dramas sin paralelo… Will, ese inglés iluminado a quien el pariente culto de Bruno le había introducido, leyéndoselo tantas veces con amor, paciencia y verdadera devoción solidaria y amorosa, permitiéndole comprender, para siempre, el sentido profundo de la cuestión esencial del “Hamlet”… ¡para luego decidir ser!.

       Poco antes de aquella terrible experiencia que lo “asesinó” durante todo ese tiempo, el jovencito invidente –como por premonición, videncia o intuición puras—había manifestado, por escrito y de cara a su progenitora, el pariente más querido, su última voluntad diciendo: “Me fascinaría saber desde hoy mismo que, cuando yo muera, en mi funeral se tocará precisamente ese Réquiem, para salir de esta vida con el corazón colmado de felicidad y amor perpetuos... Éste es mi último y único deseo”.

   …De improviso, cuando una enfermera percibió que algo extraño ocurría con ese fantasma de paciente, llamó de inmediato al médico de guardia. Los galenos hicieron lo que tenían que hacer, sólo para decretar que ese pobre muchacho había –de manera científicamente inexplicable—recuperado con plenitud la conciencia y el sentido de la vista.                     

 Así fue que un día ese hombre elegido le confió a su propia madre que, instantes después de que a él llegara la música celestial del Confutatis, había escuchado unos dulcísimos, milagrosos susurros, emitidos por una voz muy singular, muy diferente... como llegando del más allá. La palabra sabia, tersa, serena, amorosa y, para él, totalmente confiable -la de Santiago, su protector y amigo- que le había musitado al oído: “Nunca lo olvides, hermano… Absolutamente todo ocurre de manera perfecta, en el momento perfecto... aunque a ustedes, los humanos aún encarnados, les tome tanto tiempo el darse cuenta cabal de esta Ley inexorable”… para luego “despertar”.

 Poe ello hoy, inimaginadamente, a Bruno le resulta más que claro, en su contundencia, que sólo se puede realmente vivir el eterno hoy, el aquí y ahora, ya que… ¡El futuro nos preexiste y luego sucede, como si nada!

    ( “… Vosotros que no sabéis qué será de vuestra vida el día de mañana… ¡Sois sólo vapor que aparece un momento y después desaparece!”).

                                           (F I N)

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